Por Rael
Miguel y sus hijos de 5 y 7 años estaban viendo un partido en la cancha de Comunicaciones. Pasó frente a ellos un vendedor de cuyo bolsillo estaba a punto de caerse uno de los billetes que venía recaudando. Miguel tomó el billete y se lo alcanzó al vendedor, quien no le dio tiempo a avisarle que ese billete le pertenecía: en seguida le dio un puñado de caramelos.
La anécdota ilustra la manera de ser y de comerciar de aquel inolvidable vendedor de unos caramelos caseros que él mismo fabricaba: no importaba el monto del dinero ofrecido, la respuesta era siempre un puñado de caramelos, envueltos en exagerada cantidad de papel, extraídos de la gran bolsa que los contenía.
Ambos, vendedor y caramelos, eran conocidos como Chuenga. Y eran habitués de partidos de fútbol en casi cualquier cancha de la ciudad de Buenos Aires en los que llamaba la atención con sus coloridos pulóveres.
“¡Chuengaaa!” era el grito que lo hizo popular. No había peso ni medida. Ni precio. La cantidad imprecisa, el valor no estipulado. Ése era el contrato entre Chuenga y la gente. El nombre viene de la deformación de chewing gum, goma de mascar en inglés. Pero ese empalagoso e irregular caramelo blanco era de todo menos masticable: era durísimo.
La leyenda cuenta que José Eduardo Pastor después de 40 o quizás 50 años de Chuenga, dejó de ir a las canchas cuando dejó este mundo, allá por 1984, llevándose a la tumba la fórmula de la golosina. Se fue y su lugar no volvió a ser ocupado: no hay gaseosa, choripán, gorro, bandera o vincha (ni sus vendedores) que se le parezcan.