Por Rael / Ilustración: El Gory
Era un juego, una travesura. Pero con el irresistible sabor de lo clandestino. Y hasta con el diabólico cosquilleo del peligro. ¿Y si te pescaban? ¿Y si te identificaban? Porque nada como la adrenalina de hacerlo en el propio barrio. Sobre todo a esos vecinos antipáticos. Sólo había que tomar la precaución de que la cuadra estuviera desierta.
En grupo, la cosa podía estar planeada o, de pronto, uno se ponía a correr. Cuando el resto entendía lo sucedido emprendían la huida por un crimen que no habían cometido. Solidarios. O cagados en las patas. Para el caso era lo mismo.
El portero eléctrico de un edificio era un piano para una verdadera toccata y fuga en honor a Bach. Había que tener cuidado con los porteros (no con los eléctricos, con los otros, los de carne y hueso).
Saña: volvías a los pocos minutos a la misma casa. Crueldad: pegabas un pedazo de cinta scotch o una curitas sobre el botón para que el timbre no dejara de sonar mientras huías. Sólo para valientes: corrías algunos metros pero volvías caminando para pasar, justo cuando salía alguien a atender el falso llamado, con cara de yo no fui. Traición: que en el grupo hubiera un gordito o uno con una pierna enyesada. Voyeur: lo ideal era encontrar algún escondite cercano desde donde disfrutar el resultado, la cara del vecino enojado ante el engaño.
Por supuesto que uno después crecía, maduraba, llegaba a la adolescencia. No ibas a andar haciendo ring-raje como un nene. ¡No cuando uno ya salía a bailar y podía disfrutar de hacerlo a la madrugada!
Les podría contar mil anécdotas, pero los tengo que dejar. Está sonando el timbre.