Por Rael
Cuando se arma la Salamanca*, se arma la gran fiesta. No falta nadie: diablitos, brujas, hechiceros, adivinos, animales fantásticos y todo tipo de espíritus y almas en pena, se juntan para una bacanal en la que no faltarán los licores espirituosos y los momentos orgiásticos.
Este variopinto aquelarre se lleva a cabo indistintamente en el monte o en el desierto. Es imposible precisar el lugar, aunque quienes están invitados saben bien a dónde tienen que ir. Pero hay que tener contraseña. Si no, la puerta ni siquiera se ve. Pero cuando se tiene la palabra clave, se accede a un largo laberinto que desemboca en el antro de la celebración.
Allí también se imparten enseñanzas para los más novatos: curandería, magia negra, daños y gualichos. Y hasta se enseña a dominar el lenguaje de los animales.
Y ahí está Satanás (o Mandinga o Supay… llámelo como usted prefiera) con su pluma, ya que si algún humano logra entrar, es para firmar un pacto con él.
Pero es difícil que un cristiano logre acceder a esta fiesta. Salvo que supere las pruebas de renuncia a su fe que en el laberinto le irán exigiendo los demonios y los bichos raros que andan por ahí. Si ves a alguien que no proyecta sombra, tené mucho cuidado: ése estuvo en una Salamanca. Y si estuvo, firmó.
El músico Sixto Palavecino dijo haber estado en una Salamanca y le preguntaron cómo hizo para superar las heréticas exigencias del laberinto siendo tan católico. El músico sonrió y respondió: es que entré por la puerta de atrás.
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* Me suena… ¿algo que ver con la ciudad española? No. Pero sí. Esta creencia es heredera de la Cueva de Salamanca, un recinto en el que dictaba clases el mismísimo diablo.